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martes, 26 de junio de 2012

CONCIENCIA AJENA

ÍNDICE GENERAL de "EL CULTURAL"


por Carlos A. Trevisi

Cuando uno es confiado se entrega. Claro que al mismo tiempo mira y saca conclusiones. Si se descubre alguna falla en el otro, entonces pone en juego la comprensión. Así, uno sobrelleva la amistad o una sincera relación con afecto. El problema radica en que uno ve cada vez más porque el otro, en certeza de que eres un inocente infeliz, comienza a maniobrar con elementos que nunca antes había puesto en juego. Desnuda de a poco sus adentros; se anima a decir lo que antes no decía o apenas insinuaba.

Suele suceder con los que viven en la verdad, que ya la encontraron, según creen. Pero su verdad no es propia. Es una verdad que dicta la organización a la que pertenecen y a la cual han cedido su conciencia en detrimento de la suya propia. Es así como cuando la exponen quedan al descubierto.

Los casos más típicos con los que me he topado son aquellos que han “amasado” su moral a partir de las verdades que les dictan dos grandes corporaciones: las fuerzas armadas y la Iglesia, amén de otras que actúan desde las tinieblas.

Tuve ocasión de ver en acción a dos o tres personajes deleznables de las fuerza armadas argentinas. El caso más patético fue el de un tal Galtieri que tenía la fuerza de un buey y el cerebro de un pez, combinación nefasta que impulsa actitudes inconcebibles.
El otro tipo, de característica semejantes, era un coronel, católico fundamentalista, que iba al Colegio Militar a aleccionar a los cadetes para que se transformaran en monstruos como él.      Seineldín se llamaba. Videla, un oligofrénico sin nombre que se sentía un enviado de Dios para terminar con el comunismo, era otro, que, a diferencia de los anteriores, sin embargo, tenía la certeza más absoluta que era un enviado de Dios y hoy día, a los 80 y pico de años sigue pensando que si no hubiera sido por él Argentina se habría convertido en un país marxista-leninista.

El poder, que fueron manejando por turnos, sembró en la oficialidad del Ejército la idea de que eran los salvadores de la patria y que todo valía para terminar con sus enemigos.

Toda esta gentuza, a la que conocí de cerca porque trabajaba como profesor del Colegio Militar, no estaba sola, sin embargo. La jerarquía de la Iglesia la acompañaba.
Conocí a un Obispo, un tal Monseñor Colinos, con quien mantuve alguna relación durante mi militancia en la Iglesia –era el “capo” de la diócesis de Lomas de Zamora, ciudad vecina a Buenos Aires donde yo vivía y desde la cual desarrollaba con varios amigos una actividad de apoyo a los marginales de una villa –chabola- de unos 250.000 habitantes de las afueras de la ciudad. Íntimo del poder militar, bendijo las armas de los soldados argentinos que Galtieri mandó a la muerte cuando la Guerra de las Malvinas. Era el mismo “católico” que nos negó, a los que colaborábamos con los indigentes, traer un cura a la villa para celebrar alguna que otra misa, nada sistemático, sólo los domingos al mediodía. “Ahí no tenemos nada que hacer nosotros; olvídese del asunto”. Y así fue.

Basta con lo dicho para testar que unos y otros “se pasaron de rosca” y pretendieron hacerme cómplice de sus actos queriéndome incorporar a la “conciencia de la corporación”.

Ahí se acabó todo.

Me sumariaron y despidieron del Colegio Militar y me aparté de la Iglesia porque evidentemente yo no tenía nada que hacer allí. Nació entonces la diferencia que habréis leído en más de un escrito de la Fundación: La iglesia de Cristo y la Iglesia Vaticana.

Mi alejamiento fue doloroso porque resultó de un no menos dolido trabajo de investigación que conllevó varios años: cristología y dogma.

Cuando vinimos a España con la intención de radicarnos me vinculé naturalmente con gente que tenía en común conmigo, sino la fe, que ya había perdido, ni el catolicismo, del cual ya había renegado, sí un Cristo, cuya trascendencia, en mi caso, excedía el plano de lo confesional.

Sigo apegado al cristianismo como fundador de una puesta en común entre los hombres que no tiene parangón. Creo sinceramente que ser cristiano, aunque sin fe, es un regalo que tenemos que agradecer a todos los que a lo largo de nuestra historia han sostenido a Cristo como valedor de los adentros del ser humano y de su lucha por mantenerlos vivos en su conciencia.

Ya en España, poco a poco me he ido dando cuenta de que el imperio de la Iglesia Vaticana ha terminado con la Iglesia de Cristo en todas partes. Cuando escucho a Rouco Varela pedir a la feligresía que rece para que no haga calor el día de la venida del Papa a Madrid o que el Papa va a perdonar los pecados de todos los que asistan a la ceremonia, me siento un labriego de la Edad Media, aunque con la plena conciencia de que el humanismo renacentista impulsó al ser humano a ser uno mismo en busca de otros con los que alcanzar un nosotros, lo cual me causa gran dolor.

¿Será posible tanta miseria?
Lo es. Y sé que lo es porque ese afán mío por conseguir compañeros de lucha va desnudando a muchos sinvergüenzas de misa dominical, intrascendentes, anodinos, convencionales, cobardes, inflexibles, autoritarios, machistas solitarios, obcecados, miserables, monológicos, egoístas, negociosos, individualistas, cosistas, pragmáticos, inconsecuentes, serviles, acomodaticios en busca de seguridades.

¿En qué lugar recóndito de la Iglesia –si es que lo hay- se han refugiado los militantes que buscan la verdad?
¿Dónde están los críticos, los valientes, los comunitarios, los solidarios, los exigentes consigo mismo, los amplios para abarcar y los abiertos para dejarse abarcar, los reflexivos, los abiertos, los independientes, los apasionados, los consecuentes, los dialógicos, los democráticos, los comprensivos… dónde están?

Sólo escucho voces que me dicen “yo soy amigo del papa, el Papa es mi amigo” y  no puedo menos que pensar que son dos que marchan por la misma vía.

Así ha sido como he perdido amigos allá en Buenos Aires y aquí en Madrid. No lo lamento. Esas inmundicias se encuentran en cualquier parte.

Si conoces a alguien que esté dispuesto a compartir esta cruzada por la verdad, házmelo saber, amigo lector.

Quedo a la espera.

COLOFÓN. Para la gran mayoría no se pueden cambiar las cosas y en consecuencia es una lucha ímproba; muchos otros piensan que se podría hacer algo pero no están dispuestos porque compromete su vida más allá de lo deseable; otros -no pocos- se alejan de mi porque piensan que soy loco. Si mi locura me ha inducido a pensar y actuar como lo hago, bendita sea. Lo mismo vale para todos los que nos hemos puesto en común  en ESPACIO GUADA-RRAMA


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